Leyenda de un féretro cerrado


La caja llegó totalmente cerrada a la humilde casa, con la intención que así recibiera su primera palada de tierra, cuando llegue la hora de la fosa.
El llanto en la vivienda, en parte obra negra, en otras de lámina de cartón, hace un vacío marcado por la poca asistencia, esa que provoca el miedo y el rumor, que se confunde con el olor a leña en el traspatio, donde se cocina los tamales que recibirán, burdamente a quién despida a Gabriel.
Por momentos llegan algunos ex compañeros policías, francos, otros aún en uniforme, pero lo hacen por momentos. Dicen que por los alrededores hay halcones que vigilan, pero podrías estar horas y no identificarlos.
En las afueras, regularmente se escuchan el convoy de los militares, que conocen perfectamente los últimos días de Gabriel.
Por si no lo crees, el aire pesa, el desconsuelo, el llanto, el miedo, el dolor, la decepción, convierten el ambiente en un omellete de sentimientos, que degustas de un solo bocado.
Los rezos por momentos se detienen, in crescendo de llanto y se esfuma en sollozos, pero los cuchicheos se mantienen.
"Parecía buen muchacho"
"por eso hay que inculcarles buen camino"
"son las amistades"
"que horrible, dicen que la tanque le desfiguró la cara"
si caminas varias cuadras en el pueblo, sabrás que el cuchicheo hacia el joven ex policía incrementa, con historias más burdas, irreales pero convertida en verdad.
Gabriel había salido del cuerpo policiaco local varios días antes.
Pocas veces salía patrullado, y por ser de los pocos policías con estudios, ocupaba cargos administrativos, o hacía guardia en la oficina.
La paga es miserable para un policía  cuarto, pero aún le daba tiempo para estudiar los fines de semana.
Delgado y de complexión blanca, la única queja es que a veces las muchachas iban a quitarle el tiempo, por eso a veces lo mandaban a la patrulla, y sacándolo de la rutinaria labor de la comandancia.
Algunas semanas antes, el hastío de Gabriel era más evidente, no solo por el trabajo, sino por la percepción de marginación de la familia.
En un pueblo donde las oportunidades laborales son pocas y malas, las nuevas virtudes y vicios de la sociedad, son potencialmente economía interna.
Cuando entregó su carta de renuncia, los jefes le pidieron que esperara, pero su argumento era una oportunidad laboral cerca de la capital, donde seguiría sus estudios. "Lo imaginaba, pero más no pude hacer" dijo el comandante.
Gabriel salió con una maleta, una ceja fruncida y una actitud arrebatadora ese fin de semana. Los rumores ya circulaban en la calle, como tantos otros, pero el temor a que "aquellos", referencia del miedo al crimen organizado, te visitaran en tu casa por "hocicón".
La historia de terror tardó muy poco en llegar.
Los periódicos que pregonaban la afrenta de militares y civiles armados, una de las más fuertes de ese año, no dolo por su duración, sino por la ubicación en un fraccionamiento de una ciudad en crecimiento económico, a unos 400 kilómetros, se vendieron rápido.
Las imágenes impregnaban el poderío de la batalla, los cuerpos tirados en la calle en medio de decenas de militares, en una toma fotográfica tomada al menos a 100 metros.
Ahí murieron soldados. Ese aparentemente sería el argumento para que, en venganza, desfiguraran el rostro del joven Gabriel.
Ese sería también el argumento para que la caja no se abra. Hace mucho que no oigo esos rumores que después serán cuentos de cantina, evocaciones del narco o susurros en la mesa de la cocina.
“ya ni la chinga dice un ex compañero, ya iba a terminar la escuela”.
Nadie se acordará del joven sin vicios, estudioso y responsable. Es la historia del sicario que en su estreno, fue asesinado por soldados. 

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